Antonio Manilla

Este año he conocido una niña a cuyo padre los asesinos de Eta, el brazo armado de Herri Batasuna, le volaron el coche, destrozando a ambos aunque ella le sobrevivió. Vivía dos pisos debajo del mío, pero no la conocía: me la había encontrado en el ascensor o en la escalera, cruzado algunas palabras con ella y la había visto crecer, pero no sabía nada de ella, apenas. Me enteré de que había abandonado el hospital la noche que la oí a través del patio de luces invocar a su progenitor a gritos de llanto y a gritos de furia maldecir a las bestias. En aquel momento, si me las hubiesen puesto delante, probablemente las habría matado con mis propias manos. Luego la vi vencer sus secuelas día a día, salir a la calle, viajar, entrar en casa. He hablado con ella y sé que eso es lo más duro: entrar en una casa enlutada y triste, una casa que era, como la del poema de Aresti que ahora recuerdo, la casa del padre. “Me cortarán las manos / y con los brazos defenderé / la casa de mi padre: / me dejarán / sin brazos, / sin hombros / y sin pechos, / y con el alma defenderé / la casa de mi padre”.

Hay una Eta de curas que callan y de madres que cierran los ojos; una Eta de papelinas y heroína y una Eta del Aberri Eguna; una Eta del consenso y una Eta debilitada y terminal, pletórica de víctimas; una Eta a sueldo, con salario y nómina, y una contraEta no menos brutal… Hay muchas Etas pero todas están en esto: mirar hacia otra parte. Esto es todo lo que habría sabido decirle, de haber estado a su lado en esos instantes en que aguardaba a las ambulancias con la flor deshojada de su cuerpo contemplando insomne los restos de hojalata del coche y las vísceras desperdigadas de su padre: “Haz como todos, mira hacia otra parte”.

Mi amiga pronto cumplirá veinte años. Se llama Bea. Alguien dijo que todas las guerras son iguales porque en ellas los muertos siempre tienen veinte años, pero esto —por más que se empeñen los partidarios de la represión, esos cuatro vascos descerebrados y esos millones de ciudadanos de buena fe pero escasas luces— no es una guerra. Ni tan siquiera —en definición de Clausewitz— la continuación de la política por otros medios, porque los perros de Eta, esos sujetos de Herri Batasuna que se llevan las vísceras de cada ceremonia de violencia y sangre, que amortizan los muertos en las urnas, carecen de política. Y además, aunque lo sientan, Bea, que pronto tendrá veinte años, vive. Es más fuerte que todas sus bombas. Más fuerte que todos ellos. No porque haya superado su vil agresión, sino porque no va a crecer (ya lo está haciendo) siendo una víctima. Porque no va a mirar hacia otra parte ni va a dejar que el norte de su vida sea la venganza, que sería vivir sin memoria o seguir su vocación de bastardos.

Y es que sabe, como todos aquellos a los que la existencia nos ha vuelto escépticos, que no hay otra moral que el estoicismo; que, como dejó escrito en una de sus meditaciones el emperador Marco Aurelio, “la mejor manera de defenderse es no parecerse a ellos”.

 

Antonio Manilla

Posted on 8 febrero, 2015 in Artículo

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