Anónimo

Jirones

En las fotos infantiles aparecemos sonrientes; a veces de camino a clase, a veces celebrando cumpleaños con los del barrio, de la mano de los aitites o amama, saludando a la cámara, columpiándonos en el parque. Se fija uno en los muros detrás de las caras y cae en la cuenta de las pintadas en las paredes. Apenas tenemos una foto  vieja en la que no aparezcan dianas y gritos de «ETA, ¡Mátalos!». Nos quemaron el coche una noche. Era un coche viejo, uno quemado de tantos. Ni siquiera pusimos denuncia. En el instituto tuvimos compañeros que nos invitaban a las manifestaciones, a uno le detuvo la policía en el lío de las banderas, su madre se lo llevó a vivir a otra comunidad por miedo de que se metiese en ETA. Con los años, a más de un conocido le vimos detenido por pertenecer a ETA. «Somos diferentes, diferentes, al resto de la gente». Cuando viajábamos a otro lugar nos esforzábamos en explicar que no andábamos todo el día esquivando bombas, que eran todo habladurías. Además, nadie nos entendía, empezando por el del tiempo, que salía contando que iba a hacer sol en todo el país y no paraba de llover.

Sólo ahora, cuando miramos las fotos, vemos las pintadas. Se clava en nosotros de repente la mirada de aquella chavala que no tenía padre porque «algo habría hecho». Nos acordamos como si fuese una película de las tardes sin clase por los avisos de bomba, del compañero al que una explosión reventó el tímpano, el silencio sepulcral después de oír el estruendo de una explosión y saber a ciencia cierta que tenía que ser una bomba. Las sirenas. En la tele salían montones de políticos, cada cual diciendo algo, imágenes de lluvia y furgonas de policía. Un señor cabezón, con barba, muy bizco con gafas de culo de vaso y una boca desmesurada leía un manifiesto. Era un tipo raro, tenía una voz extraña, vestía estrafalario. Nadie le podía ver, sólo buscaba problemas y recibía muchos insultos. Todos los que tenían problemas parecían tarados, no eran gente normal. Nosotros, los normales, no hablábamos de política si no era para despreciarles porque no querían más que amargarnos la vida.

Todavía hoy salen imágenes de ellos en la tele. Siguen siendo muy pocos y se les continua insultando. A veces me pregunto qué hacemos que no vamos allí donde están. Qué hacemos que aunque ya sí que vemos las pintadas en las fotos viejas y nos damos cuentas de que aquello no era normal, que no nos pasaba nada porque nunca llevamos la contraria, seguimos callados. Por qué un año no nos atrevemos a decir en la cuadrilla que vamos a coger un autobús y vamos a ir allí. A lo mejor alguien se apunta. A lo mejor alguno ya no nos vuelve a hablar. Pero qué importa. Ya no somos aquel grupito que íbamos siempre juntos a todas partes. Me pregunto si alguna vez seremos capaces de un pequeño gesto, aunque sea sólo eso.

Gracias por dejarnos el buzón.

Posted on 15 febrero, 2015 in Carta

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